¿A dónde se fue la música?

Los algoritmos están decidiendo qué es lo que escuchamos. En este ensayo, el productor sonoro Jorge Solís Arenazas delata el mecanismo rapaz de plataformas como Spotify y la economía política que existe detrás.

Texto de 08/03/21

Los algoritmos están decidiendo qué es lo que escuchamos. En este ensayo, el productor sonoro Jorge Solís Arenazas delata el mecanismo rapaz de plataformas como Spotify y la economía política que existe detrás.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Pensar en la música únicamente en términos de estilos, predilecciones estéticas y búsquedas sonoras es un desatino. Significa perder de vista lo más importante: la manera en que las creaciones musicales niegan o afirman cierto orden social —casi siempre sin proponérselo—. No se trata tan sólo de que la música sea capaz de reflejar el mundo que la vio nacer, sino de algo aún más decisivo. La música tiene el potencial para trastocar las relaciones sociales y abrirle paso a nuevas formas de vida, incluso si nunca confiesa en voz alta estos propósitos. O bien, el caso contrario, ayuda a afianzar la narrativa de un momento histórico; puede inducirnos a sentir que las pautas de la cultura a la que pertenece son naturales, inequívocas o inevitables, ayudando a perpetuar un orden establecido. 

Como todo lenguaje vivo, la música pone en juego mucho más de lo que expresa de manera explícita. Por eso no extraña que ahora los medios de escucha masiva obedezcan a las lógicas que atraviesan las sociedades, imbuidas en procesos constantes de “desmaterialización”. Si el ámbito de la experiencia está cada vez más diluido dentro de las esferas de consumo, parece una consecuencia obvia que la música funcione como una mercancía en los circuitos de la economía digital. En otras palabras, no es inexplicable que la música ahora esté condenada a girar en torno a ese sofisticado y difuso sistema de explotación y precarización que Nick Srnicek llamó “el capitalismo de plataformas”. 

Hasta el año pasado había más de cuatrocientos millones de suscriptores a los servicios de streaming musical, según datos de MIDIA Research. Casi la mitad de ese gigantesco mercado está dominado por Spotify (con 32 por ciento del total) y Apple (18%). Les siguen, con un crecimiento acelerado, Amazon (con 16%), Tencent (con 11%, aunque focalizado sobre todo en China) y Google (con una cifra engañosa de tan sólo seis por ciento, aunque el número de visitantes a YouTube sin suscripción obligaría a reconsiderar estos cálculos). Otros servicios como Deezer y Pandora ocupan porcentajes aún menores, al igual que plataformas de nicho, como Tidal, o algunas híbridas con perfiles distintos, como Soundcloud y, principalmente, Bandcamp. 

Además, a raíz del confinamiento por la pandemia se ha presentado un incremento sostenido en la cantidad de “usuarios” y “contenidos” —dos vocablos inamovibles en todo este modelo—. No es necesario diseccionar detalladamente esta numeralia para asumir algo que tal vez parezca una obviedad, pero cuyas derivaciones estamos aún muy lejos de comprender: la música es uno de tantos recursos vitales de los que se han apropiado las corporaciones. 

Podrá decirse, con justa razón, que la situación no es del todo inédita. Mucho antes de la llegada de internet la música ya funcionaba dentro de un escenario industrial controlado por los grandes capitales. No sería posible narrar la historia del rock y del pop al margen de este contexto, cristalizado en el star system, los billboards y hit parades, los mass media y el show business. Pero esto no significa que la industria simplemente haya migrado hacia nuevas plataformas, experimentando un desenvolvimiento cuantitativo a lo largo del tiempo. 

Lo que sucedió fue que se dictaron nuevas reglas del juego que permiten a una decena de empresas globales definir los mecanismos de cada etapa en la música, desde la creación y la producción técnica —la compresión dinámica, los parámetros de masterización y potencia física del volumen, por ejemplo— hasta los costos de distribución y el pago de regalías, la definición de los catálogos que merecen ser difundidos, la información asociada con las producciones, el diseño de los dispositivos de escucha y la manera en que una canción o un disco llegan a puerto final. En suma, no estamos ante una mera acentuación del pasado, sino ante un capítulo sin parangón en sus alcances, velocidades y proporciones, donde cobra forma una de las facetas más hedonistas del tecnocapitalismo. 

Aún más: la incidencia del modelo de streaming tiene repercusiones en otros sentidos. Al apelar verticalmente a una universalidad abstracta de los “contenidos” despojados de su contexto, se le cierra la puerta a la aparición horizontal de posibilidades creativas. Y se olvida algo fundamental: los lenguajes sonoros que han moldeado nuestra manera de percibir el mundo han surgido de la calles, las fiestas, las ceremonias y las pistas de baile antes que de las decisiones de un grupo de CEOs preocupados por una cuenta de resultados.   

“Ya no necesitamos el mundo, sólo la accesibilidad; ya no necesitamos los cuerpos de los otros, sinos sus imágenes; ya no necesitamos recorrer los terrenos accidentados y sorpresivos, sino arrinconarnos en un no-lugar, mientras alguien más monetiza con nuestras conductas más cotidianas.”

En Ghosts of My Life: Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures, Mark Fisher llamó la atención sobre este fenómeno complejo, al proponer un experimento revelador. ¿Qué pasaría —se cuestionaba— si pudiéramos viajar con uno de los discos actuales a 1995? ¿Cómo serían las reacciones que tendrían los escuchas de aquel momento al enterarse de lo poco que ha cambiado la música pop desde entonces (en comparación, por ejemplo, con los saltos sustanciales en la música de los noventa respecto de dos décadas atrás)? 

Es probable que este clima de regurgitación formal también permita elaborar hipótesis capaces de explicar porqué en los últimos años el panorama musical ha abandonado poco a poco la creación de álbumes integrales, regresando a la modalidad de un mercado de hits. O porqué, en los últimos años, hay una proclividad a escribir cada vez más canciones en la tonalidad de Sol mayor (según un análisis estadístico de Kenny Ning por el contenido de Spotify), de manera similar a como, en su momento, las radiodifusoras influyeron en el tiempo de los cortes en los discos (al menos hasta la aparición de “Like a Rolling Stone”, de Bob Dylan, que rompió con los parámetros en boga, con sus casi seis minutos de duración).

Uno de los puntos más preocupantes es la manera en que las plataformas afectan la socialización. En “Un lector infrecuente” George Steiner daba cuenta de cómo la práctica de la lectura del humanismo europeo clásico fue desplazada en el siglo XX por la música, a causa de que es factible reunirse con otros para escuchar un disco, mientras que el libro sume a la gente en un trance silencioso e individualizante. Pero esto también parece haber quedado atrás.  

Ahora, los hallazgos musicales no provienen tanto del intercambio de saberes y experiencias entre distintas personas, sino de los flujos de información y programación algorítmica de las propias plataformas. Para que esto no resulte tan frío las empresas apuestan por crear un simulacro de socialización con reminiscencias al mundo “real”. Tanto el lenguaje como el diseño de la interfaz de los servicios de streaming emplean artificialmente vocablos como “amigos” (para describir las interacciones con otros usuarios) o “compartir” (para referirse a ciertas formas de replicar sus contenidos). No es casualidad que la magnitud numérica de los catálogos (Spotify, por poner un caso, sube alrededor de 20 mil canciones diariamente) no implique un enriquecimiento o una diversidad de los referentes de escucha. Después de todo, los algoritmos están programados para filtrar los metadatos, sintetizar las rutas para navegar en los sitios y dar estabilidad y orden a lo que uno puede encontrarse, con la promesa hueca de una eterna novedad (es probable que esto sea un resabio del tópico de la modernidad burguesa, con su aspiración a encontrar la eternidad en el instante).    

En cierta forma, con estas plataformas ocurre algo que, en mayor o menor medida, moldea todos los comportamientos de la web. Me refiero a la manera en que la infoesfera ha sucumbido al modelo de la pornografía. Es decir, a la tendencia a reducir todo a la inmediatez de la imagen, imprimir una velocidad apabullante en los flujos de información y apuntar a la vulnerabilidad de la gente para generar dinámicas de consumo ansiosas y adictivas. Algo que, como bien señaló Franco “Bifo” Berardi en Fenomenología del fin, pone sobre la psique individual y colectiva una presión que no tiene punto de comparación con ningún otro momento de la historia. El resultado consiste en una serie cada vez mayor de profundas alteraciones críticas. Una especie de shock permanente que sólo puede sobrevivir exacerbándose, afectando la sensibilidad de los sujetos, sumiéndonos en un clima cada vez más deserotizado y mecánico. 

Todo esto a cambio de la promesa narcisista de que el universo entero está ahí, al alcance de nuestra voluntad, sin movernos siquiera de sitio. Ya no necesitamos el mundo, sólo la accesibilidad; ya no necesitamos los cuerpos de los otros, sinos sus imágenes; ya no necesitamos recorrer los terrenos accidentados y sorpresivos, sino arrinconarnos en un no-lugar, mientras alguien más monetiza con nuestras conductas más cotidianas. 

Desde esta óptica, de hecho, no sería del todo exagerado decir que el modelo de negocio de este tipo de corporaciones no consiste en ofrecer contenidos musicales. Por el contrario, lo que realizan es, por un lado, contener las potencias del deseo colectivo y los modos de escucha del presente; por otro, expropiar nuestro tiempo libre y presionarnos para que les deleguemos nuestra capacidad de agenciamientos sonoro-comunitarios. En pocas palabras: para que propaguemos sus mecanismos antes de compartirnos con los otros a través de la música. 

Quizá este breve diagnóstico peque de alarmista. Lejos de mi intención está el señalar que los servicios de streaming tienen olor a azufre. Mucho menos pretender que podemos evitarlos o que deberíamos regodearnos en un estado melancólico y suponer que las cosas antes funcionaban mejor. Se trata de algo más puntual, a decir verdad. En otro momento, circulaba una frase plausible, según la cual la música era demasiado importante como para dejarla en manos de los músicos. Ahora habría que modificar el aserto: la música es demasiado importante como para dejarla en manos de un algoritmo. EP    

Ciudad de México, marzo de 2021

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