La pandemia de COVID: un recuento médico-científico

Hace tres años inició la pesadilla. Hoy la pandemia en México está controlada gracias a la investigación científica y tecnológica. En este texto, el Dr. Gerardo Gamba hace un recuento de lo que tuvimos que enfrentar cuando apareció el virus SARS-CoV-2.

Texto de 03/02/23

Pandemia recuento medico científico

Hace tres años inició la pesadilla. Hoy la pandemia en México está controlada gracias a la investigación científica y tecnológica. En este texto, el Dr. Gerardo Gamba hace un recuento de lo que tuvimos que enfrentar cuando apareció el virus SARS-CoV-2.

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Enero de 2020 inicia con la noticia de la aparición de una nueva enfermedad en la ciudad de Wuhan, China. Una nueva forma de infección de vías respiratorias que en pocos días evoluciona a una neumonía grave y que termina con la vida del enfermo. Un nuevo virus en el horizonte. Antes ya había ocurrido que surgieran infecciones nuevas, peligrosas, pero fueron razonablemente contenidas. Una de ellas tuvo epicentro en México: la influenza AH1N1. Pero, en esta ocasión, nadie se imaginó lo que nos iba a suceder.

Mientras que en México empezábamos a escuchar de la nueva enfermedad, en centros de referencia e industrias en el mundo se procesaban muestras para determinar la causa: un virus. Era una nueva versión de un coronavirus, cuyo DNA fue secuenciado en los primeros días del mes y se definió como SARS-CoV-2, por sus siglas en inglés (Severe Acute Respiratory Syndrome), lo de CoV por ser un coronavirus y el 2, porque ya se había identificado antes otro. Dado que los primeros casos se documentaron muy al final del 2019, la enfermedad pasó a llamarse COVID-19 (Coronavirus disease 19).

Cuando la infección ya era grave en China, en otros países del primer mundo en los que todavía no había llegado la enfermedad ya se había secuenciado el virus. Empezaban a entender qué características tenía y a diseñar la mejor estrategia para generar una vacuna contra este nuevo enemigo. Nunca había sido tan clara la diferencia abismal que existe entre los países que entienden el beneficio y utilidad del conocimiento, con aquellos en los que hay que explicar todos los días por qué la ciencia es importante, sin lograr que de verdad lo entiendan.

“Nunca había sido tan clara la diferencia abismal que existe entre los países que entienden el beneficio y utilidad del conocimiento, con aquellos en los que hay que explicar todos los días por qué la ciencia es importante, sin lograr que de verdad lo entiendan.”

El 27 de febrero de 2020 tuvimos el primer caso en el Instituto [Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán], mientras que al día siguiente se publicaba en el New England Journal of Medicine la primera serie de 1 099 enfermos vistos en Wuhan, China, con datos de terror. La edad promedio era 47 años, 15% habían tenido una neumonía grave, 5% requirieron terapia intensiva, 2.3% intubación mecánica y 1.4% fallecieron. El 44% vivía en Wuhan y en otras ciudades, pero muchos habían estado en Wuhan. Sin embargo, el 26% no había estado en Wuhan, ni había tenido contacto con alguien que hubiera estado en Wuhan o que hubiera tenido la enfermedad. Conclusión: el virus se esparcía a gran velocidad entre personas asintomáticas, era fácilmente contagioso y un porcentaje considerable de los enfermos requerirían terapia intensiva, con alta mortalidad. Una pesadilla.

A partir de ahí, se empezó a entender el tamaño de problema que se venía. Unos cuantos días después, el 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud declaraba el COVID-19 como una pandemia. Muchas personas tuvieron que aprender esa palabra y su significado. Había que explicarle a la población. Mi primer editorial escrito al respecto en el Diario la Crónica en ese mes se intituló ¿Por qué la pandemia de coronavirus es de preocupar? Para finales de marzo ya había 848 casos en el país, con 16 fallecimientos (1.8% de mortalidad). Apenas iniciaba la pesadilla.

Detectar la enfermedad se convirtió en una prioridad porque en ese momento lo único que se percibía como útil para tratar de detener el sunami era que los enfermos positivos se aislaran por completo durante 10 a 15 días. Pero, por tratarse de un virus, detectar la enfermedad significaba tomar una muestra de la faringe para amplificar un fragmento del genoma del virus, con una metodología ampliamente utilizada en investigación molecular y en medicina, que es la reacción en cadena de la polimerasa (PCR por sus siglas en inglés), inventada por Smith y Mullis a principios de los años 80 y por lo cual recibieron el Premio Nobel de Química en 1993.

Para el 14 de abril del 2020 se habían realizado en el mundo 13 836 704 pruebas, de las cuales 1 846 769 eran positivas (14%). Este asunto, de nuevo, en un país en el que la utilidad del conocimiento sigue sin ser prioridad, nos agarró completamente desprevenidos, porque la capacidad para ejecutar este tipo de metodologías era bastante baja y, en algunos lugares del país, nula. Este fue uno de los problemas que hicieron que la pandemia en México se esparciera en forma mucho más intensa. Dado que no se contaba con la capacidad para aplicar las pruebas necesarias y, por lo mismo, sólo se realizaban en quienes estuvieran enfermos, la detección de personas asintomáticas esparciendo el virus era muy baja. La consecuencia fue que la mortalidad se percibía como mucho más alta que en otros países, aunque ésta oscilaba entre el 8 y el 10%. Esto sucedía porque en otros lugares se hacían más pruebas y, por lo tanto, detectaban a más personas asintomáticas o con cuadros muy leves.

Para la segunda mitad del 2020, el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, en el que yo trabajo, se tuvo que convertir en un hospital para atención exclusiva de pacientes con COVID. Lo mismo sucedió con el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. La conversión no solo consistió en dejar de ver a todos nuestros pacientes con cualquier otro diagnóstico, sino que la forma de hacer medicina cambió. Los trabajadores de la salud debían portar equipos de protección para evitar ser contagiados. En ese momento no se tenía claro cuales eras las vías de transmisión, además de la aérea. Uniforme completo, desde botas hasta la cabeza. Doble cubreboca, goggles y mascarilla, guantes. El nombre del médico pegado en la bata con cinta adhesiva para que el enfermo supiera quién es. Monitores en cada cama para que el personal de enfermería pudiera seguir al paciente a distancia y así reducir el riesgo de contagio. Nuestra terapia intensiva creció de 14 camas originales a 42. Se tuvieron que adquirir ventiladores mecánicos. Todos los pacientes internados tenían el mismo diagnóstico. La mayoría hombres, mayores de 50 años, con obesidad, diabetes o hipertensión arterial y todos graves. El personal de salud dio una muestra de entrega y solidaridad admirable. Desafortunadamente, el acceso a equipos de protección no fue parejo en todas las instituciones y, al parecer, nuestro país fue el que registró las más altas tasas de mortalidad en personal de salud durante la pandemia.

“el acceso a equipos de protección no fue parejo en todas las instituciones y, al parecer, nuestro país fue el que registró las más altas tasas de mortalidad en personal de salud durante la pandemia.”

Como era de esperarse, el mundo científico respondió de inmediato. Para el 8 de mayo de 2020 ya había registrados en clinicaltrials.gov 1 324 estudios en COVID, la mayoría para evaluar la utilidad de algún tratamiento. El Instituto respondió de igual forma y los protocolos para estudios de pacientes COVID empezaron a aumentar en forma exponencial. Tuvimos que innovar la forma de obtener la autorización del enfermo para ser parte de un protocolo. La mayoría eran protocolos de observación, es decir, proyectos en los que no hay una intervención en estudio, sino que se persigue obtener datos de los pacientes y su evolución para entender la enfermedad. Definir el curso esperado, encontrar los factores de riesgo. Obtener datos en los enfermos actuales que permitan predecir en los próximos quienes van a tener un curso más agresivo y quienes no, para poder identificarlos tempranamente y darles prioridad. En estos casos normalmente cada proyecto tiene su propio consentimiento informado y se le pide autorización al enfermo que sus datos clínicos y de laboratorio sean utilizados para el estudio. En el hospital, convertido en centro de atención exclusivo en COVID, todos los protocolos observacionales eran en pacientes COVID, muchos llegaban en estado moderado, pero luego se ponían graves. No había familiares y era imposible presentarle al enfermo 10 o 20 protocolos diferentes. Además, no era prudente exponer a tanto personal de investigación a los enfermos. Lo que hicimos fue un consentimiento informado universal para proyectos de observación. El enfermo consentía o no, al ingreso, que sus datos clínicos y de laboratorio pudieran ser utilizados en diversos estudios.

Para los protocolos de intervención fue mas complicado. Había 10 o más proyectos para probar la utilidad de algún medicamento o maniobra en la terapéutica. Dado que se estudia una intervención, el enfermo puede ingresar solo a un proyecto. También tuvimos que innovar la forma de comunicación entre los diversos responsables de los proyectos para definir qué protocolo le sería propuesta a cada enfermo.

Consecuencia de lo anterior, entre 2020 y 2021, los investigadores del Instituto fueron responsables o participaron en más de 300 publicaciones originales sobre diversos aspectos del COVID. El beneficio fue que la atención de los enfermos que se iban a poner graves fue cada vez mejor y más adecuada, por lo que conforme avanzaba la pandemia, se podían salvar pacientes que al principio hubieran fallecido. De cualquier forma, fue un año muy difícil para el personal de salud. Vimos fallecer a demasiados enfermos; más que en toda una década, quizás. Algunos días llegamos a tener hasta 10 defunciones. En ocasiones, en un mismo día, fallecían dos o más miembros de la misma familia. Los enfermos morían solos, alejados de sus familiares. Una tragedia continua durante meses.

“fue un año muy difícil para el personal de salud. Vimos fallecer a demasiados enfermos; más que en toda una década, quizás.”

En la desesperación y dada la poca cultura científica de tanta gente, se empezaron a recetar diversos medicamentos para el tratamiento de COVID, sin haber sido probados en ensayos clínicos. Hubo defensores de algunos de ellos casi hasta la muerte. Inclusive, hubo gobiernos que los incluyeron en su paquete de tratamiento anti-COVID: Hidroxicloroquina, azitromicina, ivermectina, cloro, ozono y otros más. Dar medicamentos sin evidencia científica de su beneficio es peor que rezar porque, aunque no sirve para nada, al menos no tiene el potencial de hacerle daño al enfermo. Ninguno resistió el peso de la evidencia cuando fue claro que no tenían efecto benéfico alguno y los grandes defensores de dichas terapéuticas se callaron. La falta de cultura científica se dejó ver en muchos personajes. Hoy sigo viendo recetas con estos medicamentos para pacientes con COVID.

Durante algunos meses del 2020 la estrategia consistió en evitar el contacto entre humanos. Cerraron escuelas, universidades, cines, restaurantes, centros comerciales. Las familias se encerraron y se dejaron de ver entre ellos. Se escuchaba de alguna reunión familiar que no fue cancelada y, días después, resultaban varios asistentes infectados y alguno que otro fallecía. Conocimos lo que es el miedo colectivo.

Surgió una estrategia que tenía fundamento claro para la prevención de contagios por COVID y que con el tiempo fue demostrado. El uso de cubrebocas o mascarillas se volvió obligatorio. La mayor parte de la población en nuestro país la acató. Curiosamente, algunos líderes se negaron a portarlos. No sé que efecto psicológico generaba en ellos, pero supongo que se sentían menos poderosos. Creo que también su soberbia los hizo minimizar inicialmente el tamaño del problema y algunos evidenciaron su completa ignorancia en la ciencia y propusieron utilizar sus creencias personales para el manejo de la pandemia que, cuando son para consuelo íntimo se entiende, pero no como la propuesta para combatir un problema real y de tales dimensiones. Algunas personas no entendieron que el objetivo principal de las mascarillas era no esparcir el virus, en caso de que uno fuera un enfermo asintomático y no tanto para evitar infectarse. En consecuencia, vimos algunas escenas cómicas: individuos en sus coches sin acompañantes y con cubreboca o un individuo en motocicleta sin casco, pero con cubreboca.

La ciencia y tecnología de la información nos salvaron de caer en la desesperación. Ahora, en un mundo en el que todo ocurre rápidamente, que demanda que estemos en constante comunicación, la posibilidad de continuar con el trabajo, juntas, sesiones, seminarios, clases, reuniones familiares, con amigos y hasta bodas, por medio de la videoconferencia, fue un alivio. La frase más escuchada durante 2020 y 2021 fue probablemente “¿ya pueden ver mi pantalla?”

Para agosto de 2020, por si el terror no fuera suficiente, empezaron a aparecer casos de reinfección. La esperanza era que, si te había dado COVID y los síntomas eran leves o moderados, o si lograbas salir del cuadro grave, ya estarías inmunizado y no volvería a ocurrir. Pero, tristemente, fuimos acumulando casos que mostraban lo contrario. Además, como era de esperarse, con base en la selección natural de las especies, el virus empezó a mutar y por supuesto, se fueron seleccionando las cepas con mayor capacidad de infección. Así que aprendimos que no solamente podía repetir el COVID, sino que además podía ser ocasionado por una cepa muy distinta a la original.

“como era de esperarse, con base en la selección natural de las especies, el virus empezó a mutar y por supuesto, se fueron seleccionando las cepas con mayor capacidad de infección.”

En octubre de 2020 alcanzamos en el mundo la terrible cifra de un millón de muertes por COVID. Se dice fácil, pero la inmensa mayoría de los pueblos o ciudades pequeñas en el mundo no llegan a ese número de habitantes. Y, pocas semanas después, aprendimos que en realidad la mortalidad por COVID era mucho peor de lo que se contabilizaba. Para declarar a una persona muerta por COVID debía tener un cuadro clínico sugestivo y una prueba de PCR para la detección del virus positiva. Todo enfermo que falleciera en su casa o en un hospital, pero sin prueba positiva, no contaba como muerto por COVID. Y, en un país en el que se hacían mucho menos pruebas de las necesarias, evidentemente esto generó un problema. El número de muertes que ocurrían era significativamente mayor a la esperada. Los expertos en estadística pueden predecir con bastante precisión el número de muertes que ocurrirán en una población, en un momento dado y de una enfermedad específica, solo analizando lo que ha pasado los tres a cinco años anteriores y metiendo a la ecuación el crecimiento y envejecimiento de la población. Todas estás predicciones fueron erróneas cuando llegó el COVID. Si bien el número de muertes oficiales a la fecha son un poco menos de 7 millones, el exceso de mortalidad en el mundo rebasa los 20 millones de personas.

“Si bien el número de muertes oficiales a la fecha son un poco menos de 7 millones, el exceso de mortalidad en el mundo rebasa los 20 millones de personas.”

En nuestro país, en 2020, por primera vez en la historia tuvimos más de un millón de muertos en un año. De acuerdo con el INEGI, el número de defunciones registradas en México en 2017, 2018, 2019, 2020 y 2021 fueron 703 047, 722 611, 747 784, 1 086 743 y 1 122 249, respectivamente. Es decir, en 2020, y considerando que la pandemia empezó a ser grave después del primer cuatrimestre, hubo alrededor de 320 mil muertes en exceso, de las cuales, ni el 40% se reconocían por COVID. El resto era, en un 70% muertes por COVID no diagnosticada con prueba positiva y el 30% muertes por otras enfermedades, que no debían de haber ocurrido si los enfermos hubieran tenido acceso a un hospital para ser atendidos, pero en ese momento los nosocomios estaban llenos con pacientes COVID. Afortunadamente, el panorama en este momento se ve mejor ya que la cifra de defunciones registradas en el primer semestre de 2022 fue de 439 878, todavía mayor a la observada en el mismo período de 2019 (379 529), lo que significa para ese semestre un exceso de mortalidad de alrededor de 35 mil. Se espera que los números en el segundo semestre de 2022 hayan sido aun todavía mejores.

La investigación científica siguió dando frutos. Hacia finales de 2020 aparecieron dos avances que a partir de entonces cambiaron el curso de la pandemia. Las pruebas de antígeno y las vacunas. Las pruebas de antígeno nos dieron una posibilidad más accesible, aunque no tan específica, para el diagnóstico rápido y casero de la presencia de la enfermedad, lo cual ayudó a ser más eficientes en aislar a los potenciales vectores del virus. Una muestra de la orofaringe se coloca en el casete de prueba, con un principio similar a la prueba de embarazo. Una banda solitaria, prueba negativa. Dos bandas, prueba positiva.

Las vacunas. En la segunda mitad del 2020 empezaron a aparecen en las revistas médicas de mayor prestigio los artículos informando los resultados de ensayos clínicos controlados con vacunas anticovid en comparación con placebo. Los resultados eran muy prometedores. Surgieron vacunas con base en RNA, como fue el caso de las producidas por las empresas Pfizer/BioNTech y Moderna, o con vectores de DNA, como fue el caso de la producida por Astrazeneca o Sputnik, o con virus atenuados. Unas más y otras menos, pero todas mostraron utilidad inicialmente para prevenir la aparición de la enfermedad y más aún, para prevenir las formas graves de COVID. Muchas personas se sorprendieron y se mostraron un poco escépticas por la rapidez con la que les pareció que habían surgido. No tenían información previa y desconocían los años de investigación que sustentaron este desarrollo. Los programas de vacunación iniciaron en varias partes del mundo. En nuestro caso, nuevamente fuimos víctimas de nosotros mismos. Por no invertir en ciencia fuimos de nueva cuenta una colonia que dependió de los bienes producidos y terminados en el extranjero. Tuvimos que comprar las vacunas al extranjero. Millones de dólares que, si se hubieran invertido en hacer ciencia en nuestro país, quizá tendríamos nuestra propia vacuna. Se anunció con bombo y platillo que tendríamos la nuestra, como en el caso de Cuba, con un nombre más inspirado en la política que en la ciencia. Sin embargo, ya estamos comprando la hecha en Cuba.

“Por no invertir en ciencia fuimos de nueva cuenta una colonia que dependió de los bienes producidos y terminados en el extranjero. Tuvimos que comprar las vacunas al extranjero.”

Las vacunas han sido un parteaguas en la evolución de la pandemia. Si bien el virus ha mutado y la inmunidad que confieren las vacunas no evitan por completo la reinfección, como en otros casos, lo que sí han generado es una disminución muy considerable en los casos graves y la mortalidad por COVID. La respuesta de la población en México para recibir la vacuna ha sido en general muy buena. Existen algunos casos de personas renuentes a ser vacunados porque les convencen más otros datos que los publicados en revistas serias. Pero, en general se ha vacunado un alto porcentaje de la población y con eso se ha reducido de manera muy clara la frecuencia y la mortalidad por COVID.

A finales de enero de 2023, se reporta por parte de las autoridades en salud que en este momento hay un promedio de 2 mil casos de COVID por día en todo el país y la ocupación de camas en terapia intensiva por esta enfermedad es apenas del 2%, lo que contrasta con casi el 100% que se llegó a ver entre el 2020 y el 2021.

La vacunación para COVID no ha terminado. El virus sigue mutando. Se resiste a desaparecer y encuentra formas de lograrlo. Los estudios más recientes sugieren que puede ser de utilidad aplicarse un refuerzo de vacunas con las que ahora les llaman bivalentes, porque tienen secuencias del virus original y del mutado. No es algo que está totalmente claro en el momento, pero no sería de extrañar que el comportamiento de la vacunación anti-COVID termine siendo parecido al de la influenza, con un refuerzo cada año o cada cierto tiempo.

Simultaneo a las vacunas, aparecieron también algunos medicamentos nuevos con efecto probado para prevenir las formas graves de la enfermedad. Sin embargo, no han tenido el efecto espectacular que se esperaba, precisamente porque las vacunas han sido útiles para prevenir las formas graves.

La pandemia de COVID al momento ha sido razonablemente contenida. Lo que sucedió durante varios meses del 2020 al 2022 fue una verdadera tragedia. Sacó a la luz lo mejor y lo peor. Dentro de lo mejor está la respuesta que tuvo el personal del sector salud que se volcó en la atención de enfermos, a pesar del riesgo personal que eso conllevaba, así como la respuesta que dio buena parte de la sociedad que, de la forma que pudo, se acercó a ver en qué podía colaborar. En el Instituto recibimos todo tipo de donativos, particularmente durante el 2020, desde equipo de protección personal y equipo médico necesario, hasta paquetes de comida para quienes estaban de guardia y una peluquería que se instaló en el exterior durante los dos o tres meses más intensos en que verdaderamente el personal no tenía tiempo de nada.

Un aspecto bueno también de la pandemia es que, para quien lo quiso ver, nos trajo por primera vez y en tiempo real una demostración de lo que la ciencia médica es capaz de hacer con una enfermedad. Generalmente cuando alguien se enferma es ocasionado por el encuentro con un padecimiento que lleva decenas o centenas de años y por el que se ha hecho investigación por mucho tiempo. En cambio, el 1º de enero de 2020 la palabra COVID no existía en nuestro vocabulario. A tres años de distancia conocemos el virus, sabemos el mecanismo de acción, cómo se integra a la célula y cuál es la respuesta inmune asociada. Sabemos cómo se transmite y cómo reducir el riesgo de contagio, tenemos claros los factores de riesgo para gravedad, aprendimos a manejar el padecimiento, lo que fue disminuyendo la mortalidad, se generaron pruebas para detectarla, vacunas para prevenirla y medicamentos para tratarla. Todo esto ante los ojos del mundo ávido de información. Quien siguió las noticias durante ese tiempo pudo ver cómo pasamos de no-saber-nada-ni-qué-hacer, a saber-mucho-y-qué-hacer.

“Cuando aquí ni siquiera entendíamos lo que se venía encima, en otros países ya habían secuenciado el virus y estaban viendo la estrategia para atacarlo.”

Lo malo que nos trajo, aparte por supuesto de los miles de muertos y desgracias familiares asociadas con eso, fue la evidencia clara de lo lejos que estamos de los países en los que se ha apostado por el conocimiento. De los países que han entendido que la moneda actual y futura es el conocimiento. Cuando aquí ni siquiera entendíamos lo que se venía encima, en otros países ya habían secuenciado el virus y estaban viendo la estrategia para atacarlo. Sin la ciencia y tecnología desarrolladas en diversos países a lo largo de los años y en particular en los últimos 3, la pandemia en nuestro país hubiera tenido un curso similar a las pandemias relatadas en los libros de historia, con miles de muertes, sin entender con claridad lo que estaba pasando y con la única esperanza de que rezando se pudiera resolver.

Hoy la epidemia en México está controlada, la mortalidad disminuyó considerablemente y volvimos a la vida normal gracias a la ciencia desarrollada en otros países. El problema es que tenemos que pagar por ello, con lo que nos seguimos comportando como si fuéramos colonia. Hablamos mucho de la soberanía nacional, pero en el fondo hacemos poco por lograrla. Dependemos de los países que sí invierten en ciencia. EP

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